Por: Cristina Ávila-Zesatti
Corresponsal de Paz
Cuando en 2009 estuve lista para lanzar la iniciativa periodística en la había trabajado durante dos años previos, no fueron pocas las personas que, al leer los postulados bajo los cuales queríamos trabajar en Corresponsal de Paz, me preguntaron si se trataba de “un medio religioso”. “¿Religioso? ¿Por qué o en dónde le parecía a la gente que se trataba de un medio de comunicación religioso?”, me preguntaba.
Extrañada la primera vez, y divertida las veces siguientes, fui entendiendo algo que, con el paso de los años, me ha hecho crecer en términos profesionales (y personales) y me ha fortalecido en esta labor de hacer eso que en México apenas se conoce, pero que en otros lugares del planeta ha probado y comprobado su eficacia en la cohesión social: el llamado “periodismo de paz”.
Corresponsal de Paz es un medio de comunicación digital, que dedicará su contenido a visibilizar todos aquellos esfuerzos encaminados a transformar pacíficamente los conflictos. Es un medio con otra perspectiva: la perspectiva de la compasión, la solución y la esperanza. La perspectiva del corazón.

Éste era (y a veces sigue siendo) el párrafo de nuestros preceptos periodísticos con el cual surgía (y surge aún) el malentendido que llevaba (y lleva todavía) a algunas personas a confundirnos con “un medio religioso”. ¿Por qué, exactamente? Veamos: Un medio de comunicación, que en su nomenclatura lleva el término paz; que propone hablar –obviamente– de soluciones pacíficas y que menciona, como la base de sus preceptos (periodísticos, no lo olvidemos) a “la compasión, la esperanza y el corazón” como ejes de su perspectiva en la cobertura… Bien. Pues todos estos conceptos, ya sea juntos o separados, resulta difícil que la gente los vincule con esos otros términos que (normalmente) están ligados al ejercicio del periodismo, a saber: “objetividad”, “libertad”, “independencia”, “veracidad” y un largo –y como veremos más adelante, casi siempre vano– etcétera.
El periodismo –parece decir una regla no escrita que funciona para propios y profanos– ha de enfocarse en las cosas “tangibles y reales” del mundo, a ser posible, materialmente comprobables; que se correspondan con los “hechos”, y, en pos de la credibilidad y la veracidad, ha de alejarse de las cuestiones emotivas, emocionales e intangibles, porque, si lo hace, estaríamos –piensan algunos– desvirtuando la profesión, la veracidad y la realidad misma. Un periodismo “emocional” (pareciera seguir diciendo esa supuesta regla invisible) simplemente “no es un periodismo serio”. ¿De verdad?
No. De verdad, nada. Porque lo cierto es que la historia en general y la historia del periodismo en particular, nos han enseñado y nos comprueban, todavía hoy (y lo digo sin exageración), que: “quien domina los sentimientos y las emociones, domina a la humanidad”.
Sí, es bastante común que ese periodismo al que le gusta calificarse a sí mismo de “serio, objetivo, independiente y veraz”, no se atreva a aceptar abiertamente, y con todos sus términos, la dimensión emocional del ser humano a la que en realidad van dirigidos sus contenidos, y sin embargo, ese periodismo manipula esa dimensión a cabalidad.
Y esta “dimensión emocional” es precisamente el énfasis que, con total conciencia y de manera abierta, yo quise resaltar cuando diseñé los preceptos (periodísticos, sí) que regirían desde su nacimiento a Corresponsal de Paz como medio de comunicación, creado ex profeso sólo en versión digital, por razones específicas. En palabras de Ignacio Ramonet:[1] “[para] Utilizar la capacidad planetaria de internet y sus redes alternativas, con el fin de difundir una información diferente”.
Internet: un campo de batalla virtual con consecuencias reales
Seamos sinceros: hoy la rutina diaria de gran parte del planeta (a veces incluso antes del café o el té matutino) consiste en encender el ordenador o, en su defecto, mirar el teléfono móvil para “enterarnos de lo que sucede en el mundo”, en el mundo cercano y en el lejano también. Y ese “acto reflejo”, cada vez más arraigado, creámoslo o no, nos guste aceptarlo o no, determinará en una enorme medida el ánimo y el talante con que iniciaremos y afrontaremos nuestro día, así en lo individual como en lo colectivo.
Y seamos todavía más sinceros: ¿A usted le parece que el país y el mundo van bien? Seguramente responderá que no, porque ésta es la percepción-emoción que prevalece, y no sólo en México sino en muchas latitudes. ¿Le sucede a menudo sentir tristeza, rabia, frustración, indignación e impotencia por estar absolutamente convencido –gracias a lo que internet le cuenta– de que el país y el mundo van de mal en peor? ¿Cuántas decisiones toma hoy usted basadas en la información de la red? Ésta es ya una verdad innegable: las realidades virtuales están determinando cada vez más los sucesos de nuestra realidad física y no necesariamente al revés, como suele pensar muchísima gente; quienes de verdad aún creen que lo que hay en internet, es “un reflejo del mundo real”.
Que el contenido de la red nos guíe (o nos pierda) cada vez más no es poca cosa; y lo peor (o lo mejor, según se mire) es que no somos pocos los que estamos atrapados en la madeja emocional de esta telaraña virtual: de acuerdo con Internet World Stats,[2] hasta junio de 2014 los usuarios de la red en el mundo ascendíamos a nada más y nada menos que a más de 3,000 millones de personas,[3] es decir, casi la mitad de la población de todo el planeta. De modo pues que no exagero cuando digo que el mundo virtual tiene cada vez más peso específico en nuestro (llamado) “mundo real”. Pero conste que no me refiero solamente a los hechos tangibles –que también–, sino más esencialmente hablo de nuestras emociones, las individuales y las colectivas y que son, precisamente, tan intangibles como reales.
El investigador Sergio Octavio Contreras, quien ha dedicado 11 años a estudiar los fenómenos sociales alrededor de la red virtual, y que actualmente termina su tesis sobre internet, sociedad y comunicación, un análisis sobre cómo el uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación (TIC) tienen en la actualidad una relación directa con la movilización social, no vacila en afirmar que:
Hoy por hoy, internet es un espacio beligerante de bandos enfrentados. Es un verdadero campo de batalla, profundamente contaminado de intereses económicos, políticos, religiosos, ideológicos y sobre todo: intereses psicológicos, porque lo aceptemos o no, la meta final de todos estos intereses es hacerse con la emoción de los usuarios, y a juzgar por lo que vemos actualmente, tanto en los contenidos de la red, como en las respuestas que éstos generan en los usuarios, la emotividad –la mayor parte del tiempo, violenta y visceral–, prevalece por encima del raciocino y la reflexión. Algo de esto lo abordo en mi tesis, pues mientras que por un lado internet y sus muchas redes han abierto nuevos espacios públicos de participación social, por otro lado parecería que en general no estamos cumpliendo con la función primordial de la acción comunicativa, es decir, en el uso de ese espacio público (en este caso virtual) para llegar a consensos. Esto sucede porque es el poder y no la ética, quien está liderando esta batalla, en principio simbólica (porque no es real) pero con consecuencias que sí son muy reales y en muchos casos preocupantes, tanto a nivel del individuo como de las sociedades.
Si es verdad –como apuntan algunas teorías etnográficas– que todo artefacto tecnológico conlleva los principios éticos de su diseñador, sería entonces pertinente recordar que, ciertamente, los inicios de internet se remontan al proyecto conocido como Arpanet, una red experimental de transmisión de datos y que conectaba a varias universidades estadounidenses, cuyos fines eran –específicamente– para uso militar.
Sin embargo, los investigadores Keith Grint y Steve Woolgar afirman que el impacto social de cualquier tecnología depende de que los usuarios la utilicen de tal o cual manera para relacionarse, tanto entre ellos como con el propio diseñador (a través del uso de la máquina) hasta crear, en no pocas ocasiones, un fin último muy distinto al imaginado por el creador de esa tecnología. Así, para estos autores, internet no tiene pues, por sí misma, la capacidad inherente para crear cambios sociales, sino que eso dependerá de la dirección adonde apunte la actividad de los usuarios.
Personalmente, y como periodista enfocada en contenidos que visibilizan, a través de la red, los esfuerzos humanos de solución pacífica que existen en el mundo, la conclusión a la que llegan Grint y Woolgar me resulta al mismo tiempo esperanzadora y delicada; porque, en resumen y a fin de cuentas, esto significaría que quienes usamos internet para crear o compartir contenidos virtuales, tenemos (literal y metafóricamente hablando) el destino del cambio social en nuestras manos.
Palabras de guerra vs. palabras de paz
En Corresponsal de Paz sabemos que quien tiene el poder de emitir información, tiene a su vez el poder de configurar la realidad. Por eso, en un contexto global en donde la violencia parece haberse vuelto normal y cotidiana, hemos decidido hacer de “la paz” nuestro evento noticiable. El centro de nuestras historias periodísticas. Corresponsal de Paz busca impulsar así un efecto multiplicador, que pueda inspirar acciones similares, aun en latitudes lejanas en la distancia, pero cercanas en la experiencia, precisamente porque creemos que hoy, la falta de información mediática sobre la solución de conflictos, acaba por estimular a su vez, la ausencia de más iniciativas pacíficas.
Éste es otro de nuestros preceptos de cobertura digital. Nuestra contribución mediática esperanzadora para contrarrestar el alud de contenidos devastadores que pueblan los navegadores virtuales que parecen sólo querer asomarse a la peor faceta del ser humano y que acaban, queriéndolo o no, banalizando el discurso, normalizando y a veces hasta incentivando esa misma violencia que dicen querer erradicar.
Como me gusta decir a menudo en conferencias, en talleres o en el café entre amigos: “En Corresponsal de Paz nosotros narramos verdaderos cuentos de hadas sociales”. Las nuestras son también historias reales. Historias luminosas que surgen con frecuencia del centro mismo de la oscuridad. No se trata, como muchos creen, de eludir la violencia, que ciertamente está presente en México y en el mundo, sino, precisamente, de acercarnos a ella desde otra perspectiva, en un intento de transformarla a través de transformar a nuestros lectores y usuarios.
¿Y por qué este empeño? Porque tanto los mundos virtuales como los reales hoy necesitan con urgencia pacificarse. Porque precisamente creemos que en nuestras manos (en nuestro “uso consciente de la tecnología” que internet pone a nuestro servicio) está nuestra oportunidad para intentar detener este círculo vicioso que nos enreda en esta enorme telaraña de violencias varias y de reacciones emocionales –y no racionales– que parecen alimentarse las unas de las otras de manera constante, “en tiempo real”, y con los agravantes de la inmediatez y la globalidad que nos regala –precisamente– el destructivo uso que hoy estamos haciendo de la tecnología y el internet para fines muy poco constructivos.
La aldea global convertida en una decadente tribu mundial
Cuando se trata de explicar las consecuencias que ha tenido el desarrollo de internet en nuestras vidas, es prácticamente imposible evitar la tentación de recurrir a ese genio visionario que, con sus teorías y estudios sobre los medios y la tecnología, se adelantó varias décadas a su época: Marshall McLuhan (1911-1980), autor –entre muchos otros– de La galaxia Gutenberg, donde se acuña por primera vez el término de “la aldea global”, que luego le serviría al autor para escribir su libro Guerra y paz en la aldea global.
Muchas (muchísimas) son las frases de McLuhan que encajan a la perfección en lo que nuestra “aldea tecnológica global” ha hecho de nosotros y lo que nosotros hemos hecho de ella, pero hoy quiero destacar dos de ellas, las que me parecen más pertinentes para llegar a lo que (hoy y aquí) quiero enfatizar:
En la edad eléctrica, en la que nuestro sistema nervioso se ha extendido tecnológicamente hasta implicarnos con toda la humanida
d e incorporarla toda en nuestro interior, participamos necesaria y profundamente de las consecuencias de todos nuestros actos (…) Cada individuo se encuentra simultáneamente presente en cada uno de los lugares del planeta. Las sociedades se intercomunican a través de una especie de gesticulación macroscópica y el lenguaje entra en decadencia.
El investigador canadiense pareciera estar describiendo a la perfección lo que hoy se conoce como la Web 2.0. El momento en que los usuarios de las redes dejamos de ser usuarios pasivos para convertirnos (supuestamente) en usuarios activos y, sobre todo, interactivos: con nosotros y con la tecnología misma hasta un punto tal en que prácticamente hemos logrado encontrarle nuevos fines para los que originalmente fueron creados.
Las “estrellas” de esta era interactiva de internet son indudablemente las llamadas “redes sociales”. Plataformas virtuales que se definen (de hecho) como nodos vinculantes que por sus características se convierten en “estructuras sociales” en sí mismas. Y, obviamente, las “súper-estrellas” entre las redes sociales (que existen muchas, de muchos tipos y con diversos fines) son las más populares, las más utilizadas actualmente: Facebook, creado en febrero de 2004, y Twitter, que nació exactamente un mes y dos años después, en marzo de 2006.[4] Los propósitos iniciales y meramente “asociativos” con los que estas redes fueron fundadas, han “evolucionado” de manera vertiginosa en estos años, al grado de que ambas ya cotizan (y fuertemente) en los mercados de bolsa.
Pocos, poquísimos, son los usuarios virtuales que hoy se resisten al uso de estas redes. Empresas de todo tipo, medios de comunicación, figuras públicas de todos los ámbitos y ciudadanos de a pie en (prácticamente) todo el mundo, se han plegado a sus inmediatos encantos de alcances globales: “¿Qué estás pensando?”, nos pregunta Facebook cada día, mientras que Twitter quiere que le digamos: “¿Qué está pasando?”
Sergio Contreras, indudable especialista en el tema, quien por más de una década se ha dedicado a la observación, el estudio y el análisis de estos fenómenos virtuales con consecuencias sociales, afirma:
Ambas redes sociales son espacios con un altísimo contenido emocional, aunque en Twitter el nivel de raciocinio de los usuarios es todavía más bajo que en Facebook. Sus 140 caracteres tampoco es que den mucho margen para pensar lo que se comparte o se recibe, pero en cualquier caso, por lo general son muy pocas personas quienes utilizan estas redes para pensar o reflexionar. Aquí priva la emotividad, casi siempre negativa y frecuentemente violenta, la reacción (que se convierte muchas veces en reacción en cadena), la apariencia externa, el exhibicionismo (…) ciertamente se trata de espacios públicos que han servido para la participación, pero han desvirtuado, o más bien las hemos desvirtuado entre todos, y hoy por hoy son espacios contaminados de mentiras, de posturas extremas, de fanatismos, de lenguaje violento y hasta de discursos de odio… y lo peor es que mucha gente cree que al expresarse en estas redes está ejerciendo su libertad, pero lo cierto es que pocos son conscientes de que la libertad en internet es un mito.
En su libro "El próximo escenario global", el estratega de negocios japonés Kenichi Ohmae afirma que la “Internación”[5] (la ‘nación-digital’, conformada, como ya hemos dicho, por algo menos que la mitad de la población mundial) tiende, independientemente de su procedencia, a pensar, hablar y comportarse de manera similar: “esta tribu, que yo llamo la de los ciberitas, son todos consumidores proactivos en potencia, lo cual tiene profundas implicaciones para el marketing y las estrategias de los medios de comunicación”.
Libertad, expresión y dolor propio y ajeno: el emotivo papel de los medios en la red
Días previos a la redacción de este texto, y usando precisamente el muro de mi Facebook como plataforma, decidí hacer una suerte de “experimento” virtual, pidiendo que cada uno hiciera una definición propia de lo que entendía por “libertad”, aprovechando que mi red de contactos es amplia e incluye a personas de muchas edades, de muchas profesiones y de diversas partes del mundo. Obviamente, ni por la muestra (mis propios contactos) ni por los resultados (alrededor de 50 respuestas), este experimento personal alcanza a tener carácter “formal” ni mucho menos “científico”, y sin embargo, yo logré lo que deseaba: reflexionar a partir de las reflexiones de otros.
Y entre ese tanteo filosófico, otras lecturas, mi propia reflexión como periodista (y generadora de contenidos), así como por mi propia experiencia como consumidora de medios y usuaria de la red, pude llegar a algunas conclusiones que dan para hacer un ensayo aparte a propósito de la libertad (per se), la libertad de expresión, la expresión (per se) y cuestiones de dolor y violencia, tanto en la escala individual como social.
Así, he podido darme cuenta de que cuando la gente piensa o habla de “libertad”, suele hacerlo a partir de la noción de sí mismo. La experiencia/definición de libertad puede estar influenciada por los contextos, las edades y el bagaje cultural, sin duda, pero pocos (muy pocos) son los que alcanzan a concebir la propia libertad en virtud de la libertad del otro. “Ser libre o actuar libremente”, la mayoría lo identifica con un moverse/actuar/decir/pensar sin que los demás te coarten, te limitan o te influyan. A esto se aspira en general cuando de libertad se trata.
Curiosamente, cuando (por mails colectivos privados) pido definiciones del dolor, gran parte tiende a mostrar menos asertividad para describir o explicar el dolor propio –sea físico o emocional– y sin embargo, a la mayoría le es aparentemente fácil describir el dolor ajeno, sobre todo cuando de colectivos (subjetivos) se trata: el dolor de las mujeres, el dolor de México, el dolor de los desplazados, el dolor de quienes sufren una guerra, el dolor de los niños, de los animales, de los enfermos, de tal o cual causa… Sí, a diferencia de la libertad, parece que con el dolor ajeno, al menos en palabras, somos más osados, y nos es –aparentemente– más apropiable que el dolor nuestro, del que, por alguna razón, nos disociamos en la expresión, aunque ciertamente lo sintamos, pero sin lograr acotarlo del todo.
La parte final de este “experimento social” que hice, consistió en la mera observación de mi universo virtual: principalmente redes sociales y medios de comunicación, hoy plagados de bromas (casi siempre crueles), imágenes, “informaciones” y palabras que se expresan sobre personas calificadas como figuras públicas (artistas, políticos, deportistas, etc.) o bien sobre instituciones (locales, nacionales e internacionales) en donde las “expresiones” apuntan a la descalificación constante, rayando, no pocas veces, en la abierta denostación. Es el terreno público.
Pero en el terreno privado, sin embargo, pocos son los usuarios (no-públicos), quienes (según he podido observar) toleran de buen grado que “otros se expresen” sobre su persona o sus opiniones. Es decir, a la mayoría nos es fácil expresarnos sobre “el otro” (incluso si esa expresión es cruel, hiriente, violenta y no fundamentada) pero somos intolerantes y nos disgusta que “los otros” se expresen acerca de nosotros en esos mismos términos.
Llegada a este punto me pregunté: ¿Existe pues un convencimiento cabal sobre lo que significa hoy, en los tiempos de internet, una –verdadera– libertad de expresión? ¿Verdaderamente esta herramienta tecnológica la está potenciando –como se suele proclamar– o la está, en realidad, mermando? Sobre la Libertad de Expresión dice la Unesco:
La cobertura mediática de calidad y la exactitud son aún un desafío, y los individuos con nivel educativo universitario que viven en áreas urbanas suelen presentar menores niveles de confianza en los medios que el resto de la población. Se ha criticado también lo poco adecuado de la cobertura mediática en situaciones de crisis, y la mayor parte de la información sobre políticas públicas tiende a generalizarse, sin una base sólida ni algún tipo de verificación de los datos.[6]
Como periodista que se dedica a una cobertura con enfoque de paz –que no exime la narración de la violencia, pero que la aborda desde otra perspectiva y con otra ética–, el actual contenido de los medios de comunicación, tanto en México como en el mundo, suele crisparme mucho, precisamente porque se trata de un contenido que está destinado a sacudir. Hablando en términos generales –y refiriéndome principalmente a los mainstream-media, aunque no solamente–, veo que están plagados de “historias pegadoras” en las que priva la espectacularidad y que, más que construir, están enfocadas en destruir: grupos, fenómenos, instituciones y hasta personas. Y con no poca frecuencia los medios hacen esto (tal como dice el informe que cito de la unesco) sin un estándar mínimo de verificación de datos. Pero, ¿no decíamos arriba que el (autollamado) “periodismo serio” es objetivo, es independiente, es libre, no-es emocional y se circunscribe a contar sólo hechos reales?
Prácticamente todas las publicaciones e informes dedicados a ese derecho humano llamado “‘libertad de expresión” tienen como foco central el estudio de los medios y/o los grupos mediáticos, así como de las cuestiones referidas a la seguridad, libertad e independencia tácita de los periodistas, pues gracias a ellos y los contenidos que periodistas y medios generan, el mundo puede ejercer su derecho (también humano) a la información (libre, independiente y veraz).
(Lo cierto es que) “Vivimos en un mundo de palabras, imaginario y virtual, creado por las corporaciones, que se aprovechan de nuestra decepción”, dice el periodista y crítico del sistema mediático actual Chris Hedges en su libro El imperio de la ilusión: el fin de la literalidad y el triunfo del espectáculo.
“En sus espacios virtuales y en sus redes sociales, está comprobado que hoy los medios de comunicación tienen ejércitos de ‘bots’ (robots)[7] que a veces son máquinas, y a veces son personas, dedicadas a expandir (literalmente a viralizar) ciertas informaciones; por eso digo que internet es un espacio sumamente contaminado, donde confluyen intereses que la mayoría de los usuarios desconoce”, dice el investigador Sergio Contreras.
¿De modo pues que los medios de comunicación, supuestos principales adalides de la Libertad de Expresión (e información) son los primeros en utilizar la red para desvirtuarla? Le pregunto a él y me lo pregunto también a mí. Si esas informaciones y esos contenidos “pegadores” (y casi siempre destructivos) que recibimos día a día los consumidores de medios están siendo perturbados y dirigidos con el uso de la tecnología… ¿no están ellos mismos –medios y periodistas– condicionando, a través de la virtualidad, el pensamiento de los usuarios y por ende, induciendo y conduciendo también nuestras emociones y nuestra posterior expresión acerca de esa “supuesta” realidad-real del mundo? ¿Somos pues verdaderamente “libres” cuando nos expresamos en la red acerca de un hecho o de una persona en particular? ¿Somos pues libres cuando actuamos –en realidad, provocados– por lo que hemos leído en internet y dado por válido y verdadero?
Entre la violencia y la convivencia: en el contenido de internet está la clave
Toda propaganda de guerra necesita, indefectiblemente, de lo que se conoce como “la creación del enemigo”: la despersonalización y cosificación del otro, la deshumanización del contrario, que pasa por imágenes y palabras descontextualizadas, de contenido fuerte, ya sea amenazador o ridiculizante. Es la intoxicación del lenguaje público para contaminar el pensamiento privado (el individual y el colectivo).
Y en este sentido, en la historia reciente (especialmente en la era de internet) es evidente que estamos siendo llevados hacia un “lenguaje de odio” del que no estamos siendo totalmente conscientes. Los usuarios estamos reaccionando mucho –de palabra, acción y hasta de omisión– y pensando muy poco, porque la dimensión emocional, que es tan poco reconocida por parte de los medios, está en realidad muy presente y está dirigida hacia territorios muy poco positivos o propositivos.
“Los medios de comunicación disponen hoy de unos niveles de influencia en la sociedad sin parangón alguno (…) A través de diversos ejemplos puedo demostrar que en los medios se trata constantemente de justificar la guerra y la violencia como método de resolución frente al diálogo”, dice el investigador español David Martín Herrera en su ensayo sobre la constitucionalidad del discurso de odio, como el preocupante paso previo que puede llevar a cometer los llamados delitos de odio.
Nuestro equipo periodístico sabe que mientras las grandes corporaciones mediáticas hacen “sonar los tambores de guerra”, y ofrecen la imagen de un mundo hostil y colapsado, existe una realidad cotidiana de historias solidarias y humanitarias, que queda relegada en el contenido de los grandes medios. Retomando la responsabilidad social intrínseca a los medios de comunicación, en Corresponsal de Paz queremos, con nuestra tarea informativa, ayudar a configurar una realidad diferente a la actualmente difundida por otros medios.
Así reza otro de los preceptos (periodísticos, permítanme insistir) que rigieron el nacimiento del medio de comunicación digital que fundé en marzo de 2009. Porque mi experiencia en esta profesión me llevó a darme cuenta de que los medios estamos constantemente incendiando la rabia, la frustración y el dolor. Y con ello estamos contribuyendo (de manera consciente o no) a contaminar el ambiente social, y esto es particularmente peligroso en la era de la Web 2.0, porque es la era de la interacción, de la inmediatez y por desgracia, de la (casi nula) reflexión. La era de la “información en tiempo real” se nos está convirtiendo también en la era del “odio en tiempo real”.
Resulta del todo imposible (y no sería tampoco deseable) acotar a estas alturas los alcances de internet, sus redes y su tecnología, tal como ya han propuesto algunas instituciones y algunos gobiernos (por fortuna y hasta ahora, sin mucho éxito), porque para bien o para mal, internet nos ha regalado la inmediatez y la globalidad; el problema (como ya hemos visto) no radica necesariamente en la interfaz[8] utilizada, sino en el uso que de ella estamos haciendo, y en los contenidos que a través de ella estamos compartiendo.
Y no. Tampoco es deseable limitar la expresión, porque expresarnos con libertad es un derecho humano ganado, y como tal ha de ser defendido. Prohibir cosas o situaciones nunca llega –en la realidad tangible y oculta– a erradicarlas del todo; de modo tal que “prohibir” ciertas expresiones (incluso de odio) en la calle real o en los pasillos virtuales, podría resultar contraproducente, y acabaríamos exacerbando precisamente las emociones que generan esas expresiones.

“Hay un creciente número de esfuerzos para contrarrestar los efectos negativos en el mundo; esfuerzos que a menudo no son visibles porque se producen a un nivel local (…) El gran desafío consiste en saber si esos esfuerzos pueden juntarse, conectarse y compartirse (…) Creo que cuando se enfatiza en que hay iniciativas y esfuerzos positivos en camino y en marcha, se hace ver que el cambio es posible”, afirma Michael Renner, investigador del World Watch Institute y director de la revista Vital Signs.
Internet y sus redes han dado un gran primer paso: conectarnos, acercarnos. El reto ahora, me parece, es poder llegar a conectarnos como seres humanos desde nuestra parte más luminosa para contrarrestar la oscuridad que a veces amenaza con aplastarnos. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió alguna vez el filósofo y lingüista Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Es el lenguaje pues, -y no internet y sus redes- el que tiene la capacidad de crear o destruir mundos.
En esto creo como persona, como periodista de paz, y como fundadora de un medio de comunicación que enfoca su perspectiva hacia emociones que incrementen la compasión y la esperanza. En esto creo aunque me confundan con un medio “religioso” y me vean (todavía) como un bicho raro. Porque estoy convencida de que todo ejercicio periodístico genera “cambios sociales”, la cuestión es pues, para mí, si buscamos que ese cambio social sea positivo o negativo. Por eso –y yo lo he comprobado– sé de cierto que contenidos éticos y focalizados en emociones humanas no-negativas, generarán, poco a poco y con el tiempo, comentarios y reacciones éticas y reacciones positivas, así como lenguajes y discursos propositivos, dentro y fuera del espacio virtual. A eso aspiro.
Hace poco, el periodista colombiano Antonio Morales abrió un debate en su Facebook y en la página web de su programa con dos significativas preguntas al público (refiriéndose al actual proceso de paz que protagoniza ese país): “¿Los medios de comunicación han sido actores desarmados del conflicto armado colombiano? ¿La cultura del entretenimiento ha contribuido a potenciar a los actores del conflicto?” La ciudadana y usuaria Nhora Stella Torres le respondía al periodista lo siguiente (y con esta reflexión de ella, cierro la mía): “La palabra puede ser arma letal y ser consuelo. Puede matar o entretejer un collar de aliento. La palabra, señores de la prensa, puede hacer retoñar la esperanza o callar para siempre a un pueblo entero”.
Cristina Ávila Zesatti
Nacida en Zacatecas, México en 1972. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad del Valle de Atemajac. Master en Guiones Documentales por la Universidad Complutense de Madrid, y Diplomada en Cultura de Paz por la Universidad Autónoma de Barcelona.
Periodista en activo desde 1993. Durante 10 años se dedicó a la Televisión Internacional como productora de noticias en cadenas como CNN, NBC y como jefa de corresponsales en Telemundo Internacional, aunque ha incursionado en radio, prensa escrita y medios digitales trabajando tanto en México como en Europa.
Está especializada en el llamado “Periodismo de Paz”, que aborda los conflictos sociales desde una perspectiva periodística con enfoque en la compasión, la solución pacífica y la esperanza. Convencida de que un nuevo paradigma periodístico es posible, es la creadora del medio digital ‘Corresponsal de Paz’, mismo que dirige desde 2009. Ha impartido conferencias y talleres en España, Colombia, Estados Unidos y México
Corresponsal de Paz
Cuando en 2009 estuve lista para lanzar la iniciativa periodística en la había trabajado durante dos años previos, no fueron pocas las personas que, al leer los postulados bajo los cuales queríamos trabajar en Corresponsal de Paz, me preguntaron si se trataba de “un medio religioso”. “¿Religioso? ¿Por qué o en dónde le parecía a la gente que se trataba de un medio de comunicación religioso?”, me preguntaba.
Extrañada la primera vez, y divertida las veces siguientes, fui entendiendo algo que, con el paso de los años, me ha hecho crecer en términos profesionales (y personales) y me ha fortalecido en esta labor de hacer eso que en México apenas se conoce, pero que en otros lugares del planeta ha probado y comprobado su eficacia en la cohesión social: el llamado “periodismo de paz”.
Corresponsal de Paz es un medio de comunicación digital, que dedicará su contenido a visibilizar todos aquellos esfuerzos encaminados a transformar pacíficamente los conflictos. Es un medio con otra perspectiva: la perspectiva de la compasión, la solución y la esperanza. La perspectiva del corazón.

Éste era (y a veces sigue siendo) el párrafo de nuestros preceptos periodísticos con el cual surgía (y surge aún) el malentendido que llevaba (y lleva todavía) a algunas personas a confundirnos con “un medio religioso”. ¿Por qué, exactamente? Veamos: Un medio de comunicación, que en su nomenclatura lleva el término paz; que propone hablar –obviamente– de soluciones pacíficas y que menciona, como la base de sus preceptos (periodísticos, no lo olvidemos) a “la compasión, la esperanza y el corazón” como ejes de su perspectiva en la cobertura… Bien. Pues todos estos conceptos, ya sea juntos o separados, resulta difícil que la gente los vincule con esos otros términos que (normalmente) están ligados al ejercicio del periodismo, a saber: “objetividad”, “libertad”, “independencia”, “veracidad” y un largo –y como veremos más adelante, casi siempre vano– etcétera.
El periodismo –parece decir una regla no escrita que funciona para propios y profanos– ha de enfocarse en las cosas “tangibles y reales” del mundo, a ser posible, materialmente comprobables; que se correspondan con los “hechos”, y, en pos de la credibilidad y la veracidad, ha de alejarse de las cuestiones emotivas, emocionales e intangibles, porque, si lo hace, estaríamos –piensan algunos– desvirtuando la profesión, la veracidad y la realidad misma. Un periodismo “emocional” (pareciera seguir diciendo esa supuesta regla invisible) simplemente “no es un periodismo serio”. ¿De verdad?
No. De verdad, nada. Porque lo cierto es que la historia en general y la historia del periodismo en particular, nos han enseñado y nos comprueban, todavía hoy (y lo digo sin exageración), que: “quien domina los sentimientos y las emociones, domina a la humanidad”.
Sí, es bastante común que ese periodismo al que le gusta calificarse a sí mismo de “serio, objetivo, independiente y veraz”, no se atreva a aceptar abiertamente, y con todos sus términos, la dimensión emocional del ser humano a la que en realidad van dirigidos sus contenidos, y sin embargo, ese periodismo manipula esa dimensión a cabalidad.
Y esta “dimensión emocional” es precisamente el énfasis que, con total conciencia y de manera abierta, yo quise resaltar cuando diseñé los preceptos (periodísticos, sí) que regirían desde su nacimiento a Corresponsal de Paz como medio de comunicación, creado ex profeso sólo en versión digital, por razones específicas. En palabras de Ignacio Ramonet:[1] “[para] Utilizar la capacidad planetaria de internet y sus redes alternativas, con el fin de difundir una información diferente”.
Internet: un campo de batalla virtual con consecuencias reales
Seamos sinceros: hoy la rutina diaria de gran parte del planeta (a veces incluso antes del café o el té matutino) consiste en encender el ordenador o, en su defecto, mirar el teléfono móvil para “enterarnos de lo que sucede en el mundo”, en el mundo cercano y en el lejano también. Y ese “acto reflejo”, cada vez más arraigado, creámoslo o no, nos guste aceptarlo o no, determinará en una enorme medida el ánimo y el talante con que iniciaremos y afrontaremos nuestro día, así en lo individual como en lo colectivo.
Y seamos todavía más sinceros: ¿A usted le parece que el país y el mundo van bien? Seguramente responderá que no, porque ésta es la percepción-emoción que prevalece, y no sólo en México sino en muchas latitudes. ¿Le sucede a menudo sentir tristeza, rabia, frustración, indignación e impotencia por estar absolutamente convencido –gracias a lo que internet le cuenta– de que el país y el mundo van de mal en peor? ¿Cuántas decisiones toma hoy usted basadas en la información de la red? Ésta es ya una verdad innegable: las realidades virtuales están determinando cada vez más los sucesos de nuestra realidad física y no necesariamente al revés, como suele pensar muchísima gente; quienes de verdad aún creen que lo que hay en internet, es “un reflejo del mundo real”.
Que el contenido de la red nos guíe (o nos pierda) cada vez más no es poca cosa; y lo peor (o lo mejor, según se mire) es que no somos pocos los que estamos atrapados en la madeja emocional de esta telaraña virtual: de acuerdo con Internet World Stats,[2] hasta junio de 2014 los usuarios de la red en el mundo ascendíamos a nada más y nada menos que a más de 3,000 millones de personas,[3] es decir, casi la mitad de la población de todo el planeta. De modo pues que no exagero cuando digo que el mundo virtual tiene cada vez más peso específico en nuestro (llamado) “mundo real”. Pero conste que no me refiero solamente a los hechos tangibles –que también–, sino más esencialmente hablo de nuestras emociones, las individuales y las colectivas y que son, precisamente, tan intangibles como reales.
El investigador Sergio Octavio Contreras, quien ha dedicado 11 años a estudiar los fenómenos sociales alrededor de la red virtual, y que actualmente termina su tesis sobre internet, sociedad y comunicación, un análisis sobre cómo el uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación (TIC) tienen en la actualidad una relación directa con la movilización social, no vacila en afirmar que:
Hoy por hoy, internet es un espacio beligerante de bandos enfrentados. Es un verdadero campo de batalla, profundamente contaminado de intereses económicos, políticos, religiosos, ideológicos y sobre todo: intereses psicológicos, porque lo aceptemos o no, la meta final de todos estos intereses es hacerse con la emoción de los usuarios, y a juzgar por lo que vemos actualmente, tanto en los contenidos de la red, como en las respuestas que éstos generan en los usuarios, la emotividad –la mayor parte del tiempo, violenta y visceral–, prevalece por encima del raciocino y la reflexión. Algo de esto lo abordo en mi tesis, pues mientras que por un lado internet y sus muchas redes han abierto nuevos espacios públicos de participación social, por otro lado parecería que en general no estamos cumpliendo con la función primordial de la acción comunicativa, es decir, en el uso de ese espacio público (en este caso virtual) para llegar a consensos. Esto sucede porque es el poder y no la ética, quien está liderando esta batalla, en principio simbólica (porque no es real) pero con consecuencias que sí son muy reales y en muchos casos preocupantes, tanto a nivel del individuo como de las sociedades.

Sin embargo, los investigadores Keith Grint y Steve Woolgar afirman que el impacto social de cualquier tecnología depende de que los usuarios la utilicen de tal o cual manera para relacionarse, tanto entre ellos como con el propio diseñador (a través del uso de la máquina) hasta crear, en no pocas ocasiones, un fin último muy distinto al imaginado por el creador de esa tecnología. Así, para estos autores, internet no tiene pues, por sí misma, la capacidad inherente para crear cambios sociales, sino que eso dependerá de la dirección adonde apunte la actividad de los usuarios.
Personalmente, y como periodista enfocada en contenidos que visibilizan, a través de la red, los esfuerzos humanos de solución pacífica que existen en el mundo, la conclusión a la que llegan Grint y Woolgar me resulta al mismo tiempo esperanzadora y delicada; porque, en resumen y a fin de cuentas, esto significaría que quienes usamos internet para crear o compartir contenidos virtuales, tenemos (literal y metafóricamente hablando) el destino del cambio social en nuestras manos.
Palabras de guerra vs. palabras de paz
En Corresponsal de Paz sabemos que quien tiene el poder de emitir información, tiene a su vez el poder de configurar la realidad. Por eso, en un contexto global en donde la violencia parece haberse vuelto normal y cotidiana, hemos decidido hacer de “la paz” nuestro evento noticiable. El centro de nuestras historias periodísticas. Corresponsal de Paz busca impulsar así un efecto multiplicador, que pueda inspirar acciones similares, aun en latitudes lejanas en la distancia, pero cercanas en la experiencia, precisamente porque creemos que hoy, la falta de información mediática sobre la solución de conflictos, acaba por estimular a su vez, la ausencia de más iniciativas pacíficas.
Éste es otro de nuestros preceptos de cobertura digital. Nuestra contribución mediática esperanzadora para contrarrestar el alud de contenidos devastadores que pueblan los navegadores virtuales que parecen sólo querer asomarse a la peor faceta del ser humano y que acaban, queriéndolo o no, banalizando el discurso, normalizando y a veces hasta incentivando esa misma violencia que dicen querer erradicar.
Como me gusta decir a menudo en conferencias, en talleres o en el café entre amigos: “En Corresponsal de Paz nosotros narramos verdaderos cuentos de hadas sociales”. Las nuestras son también historias reales. Historias luminosas que surgen con frecuencia del centro mismo de la oscuridad. No se trata, como muchos creen, de eludir la violencia, que ciertamente está presente en México y en el mundo, sino, precisamente, de acercarnos a ella desde otra perspectiva, en un intento de transformarla a través de transformar a nuestros lectores y usuarios.
¿Y por qué este empeño? Porque tanto los mundos virtuales como los reales hoy necesitan con urgencia pacificarse. Porque precisamente creemos que en nuestras manos (en nuestro “uso consciente de la tecnología” que internet pone a nuestro servicio) está nuestra oportunidad para intentar detener este círculo vicioso que nos enreda en esta enorme telaraña de violencias varias y de reacciones emocionales –y no racionales– que parecen alimentarse las unas de las otras de manera constante, “en tiempo real”, y con los agravantes de la inmediatez y la globalidad que nos regala –precisamente– el destructivo uso que hoy estamos haciendo de la tecnología y el internet para fines muy poco constructivos.
La aldea global convertida en una decadente tribu mundial
Cuando se trata de explicar las consecuencias que ha tenido el desarrollo de internet en nuestras vidas, es prácticamente imposible evitar la tentación de recurrir a ese genio visionario que, con sus teorías y estudios sobre los medios y la tecnología, se adelantó varias décadas a su época: Marshall McLuhan (1911-1980), autor –entre muchos otros– de La galaxia Gutenberg, donde se acuña por primera vez el término de “la aldea global”, que luego le serviría al autor para escribir su libro Guerra y paz en la aldea global.
Muchas (muchísimas) son las frases de McLuhan que encajan a la perfección en lo que nuestra “aldea tecnológica global” ha hecho de nosotros y lo que nosotros hemos hecho de ella, pero hoy quiero destacar dos de ellas, las que me parecen más pertinentes para llegar a lo que (hoy y aquí) quiero enfatizar:
En la edad eléctrica, en la que nuestro sistema nervioso se ha extendido tecnológicamente hasta implicarnos con toda la humanida

El investigador canadiense pareciera estar describiendo a la perfección lo que hoy se conoce como la Web 2.0. El momento en que los usuarios de las redes dejamos de ser usuarios pasivos para convertirnos (supuestamente) en usuarios activos y, sobre todo, interactivos: con nosotros y con la tecnología misma hasta un punto tal en que prácticamente hemos logrado encontrarle nuevos fines para los que originalmente fueron creados.
Las “estrellas” de esta era interactiva de internet son indudablemente las llamadas “redes sociales”. Plataformas virtuales que se definen (de hecho) como nodos vinculantes que por sus características se convierten en “estructuras sociales” en sí mismas. Y, obviamente, las “súper-estrellas” entre las redes sociales (que existen muchas, de muchos tipos y con diversos fines) son las más populares, las más utilizadas actualmente: Facebook, creado en febrero de 2004, y Twitter, que nació exactamente un mes y dos años después, en marzo de 2006.[4] Los propósitos iniciales y meramente “asociativos” con los que estas redes fueron fundadas, han “evolucionado” de manera vertiginosa en estos años, al grado de que ambas ya cotizan (y fuertemente) en los mercados de bolsa.
Pocos, poquísimos, son los usuarios virtuales que hoy se resisten al uso de estas redes. Empresas de todo tipo, medios de comunicación, figuras públicas de todos los ámbitos y ciudadanos de a pie en (prácticamente) todo el mundo, se han plegado a sus inmediatos encantos de alcances globales: “¿Qué estás pensando?”, nos pregunta Facebook cada día, mientras que Twitter quiere que le digamos: “¿Qué está pasando?”
Sergio Contreras, indudable especialista en el tema, quien por más de una década se ha dedicado a la observación, el estudio y el análisis de estos fenómenos virtuales con consecuencias sociales, afirma:
Ambas redes sociales son espacios con un altísimo contenido emocional, aunque en Twitter el nivel de raciocinio de los usuarios es todavía más bajo que en Facebook. Sus 140 caracteres tampoco es que den mucho margen para pensar lo que se comparte o se recibe, pero en cualquier caso, por lo general son muy pocas personas quienes utilizan estas redes para pensar o reflexionar. Aquí priva la emotividad, casi siempre negativa y frecuentemente violenta, la reacción (que se convierte muchas veces en reacción en cadena), la apariencia externa, el exhibicionismo (…) ciertamente se trata de espacios públicos que han servido para la participación, pero han desvirtuado, o más bien las hemos desvirtuado entre todos, y hoy por hoy son espacios contaminados de mentiras, de posturas extremas, de fanatismos, de lenguaje violento y hasta de discursos de odio… y lo peor es que mucha gente cree que al expresarse en estas redes está ejerciendo su libertad, pero lo cierto es que pocos son conscientes de que la libertad en internet es un mito.
En su libro "El próximo escenario global", el estratega de negocios japonés Kenichi Ohmae afirma que la “Internación”[5] (la ‘nación-digital’, conformada, como ya hemos dicho, por algo menos que la mitad de la población mundial) tiende, independientemente de su procedencia, a pensar, hablar y comportarse de manera similar: “esta tribu, que yo llamo la de los ciberitas, son todos consumidores proactivos en potencia, lo cual tiene profundas implicaciones para el marketing y las estrategias de los medios de comunicación”.
Libertad, expresión y dolor propio y ajeno: el emotivo papel de los medios en la red
Días previos a la redacción de este texto, y usando precisamente el muro de mi Facebook como plataforma, decidí hacer una suerte de “experimento” virtual, pidiendo que cada uno hiciera una definición propia de lo que entendía por “libertad”, aprovechando que mi red de contactos es amplia e incluye a personas de muchas edades, de muchas profesiones y de diversas partes del mundo. Obviamente, ni por la muestra (mis propios contactos) ni por los resultados (alrededor de 50 respuestas), este experimento personal alcanza a tener carácter “formal” ni mucho menos “científico”, y sin embargo, yo logré lo que deseaba: reflexionar a partir de las reflexiones de otros.
Y entre ese tanteo filosófico, otras lecturas, mi propia reflexión como periodista (y generadora de contenidos), así como por mi propia experiencia como consumidora de medios y usuaria de la red, pude llegar a algunas conclusiones que dan para hacer un ensayo aparte a propósito de la libertad (per se), la libertad de expresión, la expresión (per se) y cuestiones de dolor y violencia, tanto en la escala individual como social.
Así, he podido darme cuenta de que cuando la gente piensa o habla de “libertad”, suele hacerlo a partir de la noción de sí mismo. La experiencia/definición de libertad puede estar influenciada por los contextos, las edades y el bagaje cultural, sin duda, pero pocos (muy pocos) son los que alcanzan a concebir la propia libertad en virtud de la libertad del otro. “Ser libre o actuar libremente”, la mayoría lo identifica con un moverse/actuar/decir/pensar sin que los demás te coarten, te limitan o te influyan. A esto se aspira en general cuando de libertad se trata.
Curiosamente, cuando (por mails colectivos privados) pido definiciones del dolor, gran parte tiende a mostrar menos asertividad para describir o explicar el dolor propio –sea físico o emocional– y sin embargo, a la mayoría le es aparentemente fácil describir el dolor ajeno, sobre todo cuando de colectivos (subjetivos) se trata: el dolor de las mujeres, el dolor de México, el dolor de los desplazados, el dolor de quienes sufren una guerra, el dolor de los niños, de los animales, de los enfermos, de tal o cual causa… Sí, a diferencia de la libertad, parece que con el dolor ajeno, al menos en palabras, somos más osados, y nos es –aparentemente– más apropiable que el dolor nuestro, del que, por alguna razón, nos disociamos en la expresión, aunque ciertamente lo sintamos, pero sin lograr acotarlo del todo.
La parte final de este “experimento social” que hice, consistió en la mera observación de mi universo virtual: principalmente redes sociales y medios de comunicación, hoy plagados de bromas (casi siempre crueles), imágenes, “informaciones” y palabras que se expresan sobre personas calificadas como figuras públicas (artistas, políticos, deportistas, etc.) o bien sobre instituciones (locales, nacionales e internacionales) en donde las “expresiones” apuntan a la descalificación constante, rayando, no pocas veces, en la abierta denostación. Es el terreno público.
Pero en el terreno privado, sin embargo, pocos son los usuarios (no-públicos), quienes (según he podido observar) toleran de buen grado que “otros se expresen” sobre su persona o sus opiniones. Es decir, a la mayoría nos es fácil expresarnos sobre “el otro” (incluso si esa expresión es cruel, hiriente, violenta y no fundamentada) pero somos intolerantes y nos disgusta que “los otros” se expresen acerca de nosotros en esos mismos términos.

La cobertura mediática de calidad y la exactitud son aún un desafío, y los individuos con nivel educativo universitario que viven en áreas urbanas suelen presentar menores niveles de confianza en los medios que el resto de la población. Se ha criticado también lo poco adecuado de la cobertura mediática en situaciones de crisis, y la mayor parte de la información sobre políticas públicas tiende a generalizarse, sin una base sólida ni algún tipo de verificación de los datos.[6]
Como periodista que se dedica a una cobertura con enfoque de paz –que no exime la narración de la violencia, pero que la aborda desde otra perspectiva y con otra ética–, el actual contenido de los medios de comunicación, tanto en México como en el mundo, suele crisparme mucho, precisamente porque se trata de un contenido que está destinado a sacudir. Hablando en términos generales –y refiriéndome principalmente a los mainstream-media, aunque no solamente–, veo que están plagados de “historias pegadoras” en las que priva la espectacularidad y que, más que construir, están enfocadas en destruir: grupos, fenómenos, instituciones y hasta personas. Y con no poca frecuencia los medios hacen esto (tal como dice el informe que cito de la unesco) sin un estándar mínimo de verificación de datos. Pero, ¿no decíamos arriba que el (autollamado) “periodismo serio” es objetivo, es independiente, es libre, no-es emocional y se circunscribe a contar sólo hechos reales?
Prácticamente todas las publicaciones e informes dedicados a ese derecho humano llamado “‘libertad de expresión” tienen como foco central el estudio de los medios y/o los grupos mediáticos, así como de las cuestiones referidas a la seguridad, libertad e independencia tácita de los periodistas, pues gracias a ellos y los contenidos que periodistas y medios generan, el mundo puede ejercer su derecho (también humano) a la información (libre, independiente y veraz).
(Lo cierto es que) “Vivimos en un mundo de palabras, imaginario y virtual, creado por las corporaciones, que se aprovechan de nuestra decepción”, dice el periodista y crítico del sistema mediático actual Chris Hedges en su libro El imperio de la ilusión: el fin de la literalidad y el triunfo del espectáculo.
“En sus espacios virtuales y en sus redes sociales, está comprobado que hoy los medios de comunicación tienen ejércitos de ‘bots’ (robots)[7] que a veces son máquinas, y a veces son personas, dedicadas a expandir (literalmente a viralizar) ciertas informaciones; por eso digo que internet es un espacio sumamente contaminado, donde confluyen intereses que la mayoría de los usuarios desconoce”, dice el investigador Sergio Contreras.
¿De modo pues que los medios de comunicación, supuestos principales adalides de la Libertad de Expresión (e información) son los primeros en utilizar la red para desvirtuarla? Le pregunto a él y me lo pregunto también a mí. Si esas informaciones y esos contenidos “pegadores” (y casi siempre destructivos) que recibimos día a día los consumidores de medios están siendo perturbados y dirigidos con el uso de la tecnología… ¿no están ellos mismos –medios y periodistas– condicionando, a través de la virtualidad, el pensamiento de los usuarios y por ende, induciendo y conduciendo también nuestras emociones y nuestra posterior expresión acerca de esa “supuesta” realidad-real del mundo? ¿Somos pues verdaderamente “libres” cuando nos expresamos en la red acerca de un hecho o de una persona en particular? ¿Somos pues libres cuando actuamos –en realidad, provocados– por lo que hemos leído en internet y dado por válido y verdadero?
Entre la violencia y la convivencia: en el contenido de internet está la clave
Toda propaganda de guerra necesita, indefectiblemente, de lo que se conoce como “la creación del enemigo”: la despersonalización y cosificación del otro, la deshumanización del contrario, que pasa por imágenes y palabras descontextualizadas, de contenido fuerte, ya sea amenazador o ridiculizante. Es la intoxicación del lenguaje público para contaminar el pensamiento privado (el individual y el colectivo).
Y en este sentido, en la historia reciente (especialmente en la era de internet) es evidente que estamos siendo llevados hacia un “lenguaje de odio” del que no estamos siendo totalmente conscientes. Los usuarios estamos reaccionando mucho –de palabra, acción y hasta de omisión– y pensando muy poco, porque la dimensión emocional, que es tan poco reconocida por parte de los medios, está en realidad muy presente y está dirigida hacia territorios muy poco positivos o propositivos.
“Los medios de comunicación disponen hoy de unos niveles de influencia en la sociedad sin parangón alguno (…) A través de diversos ejemplos puedo demostrar que en los medios se trata constantemente de justificar la guerra y la violencia como método de resolución frente al diálogo”, dice el investigador español David Martín Herrera en su ensayo sobre la constitucionalidad del discurso de odio, como el preocupante paso previo que puede llevar a cometer los llamados delitos de odio.
Nuestro equipo periodístico sabe que mientras las grandes corporaciones mediáticas hacen “sonar los tambores de guerra”, y ofrecen la imagen de un mundo hostil y colapsado, existe una realidad cotidiana de historias solidarias y humanitarias, que queda relegada en el contenido de los grandes medios. Retomando la responsabilidad social intrínseca a los medios de comunicación, en Corresponsal de Paz queremos, con nuestra tarea informativa, ayudar a configurar una realidad diferente a la actualmente difundida por otros medios.
Así reza otro de los preceptos (periodísticos, permítanme insistir) que rigieron el nacimiento del medio de comunicación digital que fundé en marzo de 2009. Porque mi experiencia en esta profesión me llevó a darme cuenta de que los medios estamos constantemente incendiando la rabia, la frustración y el dolor. Y con ello estamos contribuyendo (de manera consciente o no) a contaminar el ambiente social, y esto es particularmente peligroso en la era de la Web 2.0, porque es la era de la interacción, de la inmediatez y por desgracia, de la (casi nula) reflexión. La era de la “información en tiempo real” se nos está convirtiendo también en la era del “odio en tiempo real”.
Resulta del todo imposible (y no sería tampoco deseable) acotar a estas alturas los alcances de internet, sus redes y su tecnología, tal como ya han propuesto algunas instituciones y algunos gobiernos (por fortuna y hasta ahora, sin mucho éxito), porque para bien o para mal, internet nos ha regalado la inmediatez y la globalidad; el problema (como ya hemos visto) no radica necesariamente en la interfaz[8] utilizada, sino en el uso que de ella estamos haciendo, y en los contenidos que a través de ella estamos compartiendo.
Y no. Tampoco es deseable limitar la expresión, porque expresarnos con libertad es un derecho humano ganado, y como tal ha de ser defendido. Prohibir cosas o situaciones nunca llega –en la realidad tangible y oculta– a erradicarlas del todo; de modo tal que “prohibir” ciertas expresiones (incluso de odio) en la calle real o en los pasillos virtuales, podría resultar contraproducente, y acabaríamos exacerbando precisamente las emociones que generan esas expresiones.

“Hay un creciente número de esfuerzos para contrarrestar los efectos negativos en el mundo; esfuerzos que a menudo no son visibles porque se producen a un nivel local (…) El gran desafío consiste en saber si esos esfuerzos pueden juntarse, conectarse y compartirse (…) Creo que cuando se enfatiza en que hay iniciativas y esfuerzos positivos en camino y en marcha, se hace ver que el cambio es posible”, afirma Michael Renner, investigador del World Watch Institute y director de la revista Vital Signs.
Internet y sus redes han dado un gran primer paso: conectarnos, acercarnos. El reto ahora, me parece, es poder llegar a conectarnos como seres humanos desde nuestra parte más luminosa para contrarrestar la oscuridad que a veces amenaza con aplastarnos. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió alguna vez el filósofo y lingüista Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Es el lenguaje pues, -y no internet y sus redes- el que tiene la capacidad de crear o destruir mundos.
En esto creo como persona, como periodista de paz, y como fundadora de un medio de comunicación que enfoca su perspectiva hacia emociones que incrementen la compasión y la esperanza. En esto creo aunque me confundan con un medio “religioso” y me vean (todavía) como un bicho raro. Porque estoy convencida de que todo ejercicio periodístico genera “cambios sociales”, la cuestión es pues, para mí, si buscamos que ese cambio social sea positivo o negativo. Por eso –y yo lo he comprobado– sé de cierto que contenidos éticos y focalizados en emociones humanas no-negativas, generarán, poco a poco y con el tiempo, comentarios y reacciones éticas y reacciones positivas, así como lenguajes y discursos propositivos, dentro y fuera del espacio virtual. A eso aspiro.
Hace poco, el periodista colombiano Antonio Morales abrió un debate en su Facebook y en la página web de su programa con dos significativas preguntas al público (refiriéndose al actual proceso de paz que protagoniza ese país): “¿Los medios de comunicación han sido actores desarmados del conflicto armado colombiano? ¿La cultura del entretenimiento ha contribuido a potenciar a los actores del conflicto?” La ciudadana y usuaria Nhora Stella Torres le respondía al periodista lo siguiente (y con esta reflexión de ella, cierro la mía): “La palabra puede ser arma letal y ser consuelo. Puede matar o entretejer un collar de aliento. La palabra, señores de la prensa, puede hacer retoñar la esperanza o callar para siempre a un pueblo entero”.
[1] Ignacio Ramonet (Redondela, Pontevedra, 5 de mayo de 1943). Periodista español y una de las figuras principales del movimiento altermundista. [2] Organización internacional que da seguimiento al uso mundial de internet, la población y la investigación de mercado en más de 233 países y regiones. [3] Para ser exactos: 3 035 749 340 usuarios registrados hasta el 30 de junio de 2014. [4] En marzo de 2009, Nielsen.com, que hace seguimiento de mercado a medios de comunicación mundial, informó en 2009 que Twitter crecía anualmente un 1382% y Facebook reportaba un crecimiento 228%. Sin embargo, Twitter tiene una tasa de retención del usuario de un 40%. [5] Ohmae considera que los usuarios de internet conformamos ya una “nación” aparte, a la que denomina Internación y, a sus ciudadanos, usuarios-tribu-ciberitas. [6] Fragmento extraído del informe Tendencias mundiales en libertad de expresión y desarrollo de los medios. Situación regional en América Latina y el Caribe (unesco, 2014). [7] El vocablo “robot” proviene del checo robota, que significa “servidumbre”, “trabajo forzado” o “esclavitud”. Se usaba para referirse a los “trabajadores alquilados” que vivieron en el imperio austrohúngaro hasta 1848. En la era de internet se usa para designar a “usuarios fantasma” (máquinas) o perfiles falsos (personas). Hoy en día existen empresas dedicadas a ofrecer este servicio, bien para incrementar o deteriorar el alcance virtual de ciertas informaciones o personas en la red. [8] En informática el término se utiliza para nombrar a la conexión física y funcional entre dos sistemas o dispositivos de cualquier tipo, proporcionando como resultado una comunicación a distintos niveles. Su plural es interfaces. |
Cristina Ávila Zesatti

Periodista en activo desde 1993. Durante 10 años se dedicó a la Televisión Internacional como productora de noticias en cadenas como CNN, NBC y como jefa de corresponsales en Telemundo Internacional, aunque ha incursionado en radio, prensa escrita y medios digitales trabajando tanto en México como en Europa.
Está especializada en el llamado “Periodismo de Paz”, que aborda los conflictos sociales desde una perspectiva periodística con enfoque en la compasión, la solución pacífica y la esperanza. Convencida de que un nuevo paradigma periodístico es posible, es la creadora del medio digital ‘Corresponsal de Paz’, mismo que dirige desde 2009. Ha impartido conferencias y talleres en España, Colombia, Estados Unidos y México